domingo, 2 de marzo de 2008
Muchos son los lazos destrenzados que me alejan de esta historia. Pero aún lo tengo atragantado en algún punto difuso entre el estómago y el corazón, y a veces me pide salir.
El padre de una amiga, se había largado hacía los suficientes años, cuando ella tenía ya la edad justa para comprender el abismo del abandono. Ahora, regresaba desde el mismo magma de la desaparición, con una mulata con bombo de la mano, demandando oportunidades lapidadas desde el mismo momento en que se borró del mapa.
Su primer movimiento fue organizar una cena, un teatro para construir algo de la nada. Mi amiga pasó de edificar historias cada noche en la cama para atenuar dolores rotos, a sentarse ante una mesa con aquél extraño. Y yo no pude negarme. Por supuesto que la acompañé, aunque desconocía en qué forma podría suponer un mínimo de ayuda ante tamaña perspectiva.
Podría hablar de los desarraigos, de la cobardía. Pero no voy a ponerle adornitos, lo siento. Fueron, simplemente las hipocresía e imposturas más desnudas, y el teatro más evidente al que he asistido jamás. Pocas situaciones en mi vida han rozado tanto lo esperpéntico como aquél circo. Comensales dignos de cualquier farsa teatral. Me limité a anhelar que cayera el telón, mientras sujetaba la mano de mi amiga, y me retorcía al sentirla reprimiendo la rabia y las lágrimas amargas.
Asistí a la más sempiterna estupidez de querer construir una felicidad hipócrita, que esté lista cuando llegue el postre. Cómo si el mecanismo respondiese a unas instrucciones impresas en una bolsa de precocinados. "Primero, aparecer. Segundo: Imponer una cena con asistentes divergentes, pero que conformen un gran número para llenar la mesa. Condimentar con un buen número de bromas y anécdotas inverosímiles, y sin más reposo extraer del horno: ¡Ya tiene lista su nueva familia! "
Aproveché un momento en que mi amiga se retiró para hablar con su padre, (al fin) y bajé a por más tabaco. Me había crujido casi un paquete yo solita ante aquella horrible velada. Ver consumirse el humo era más la alternativa más cómoda y menos doliente.
Entonces, la madrastra nigeriana, cogió su abrigo de cuero granate y me dijo que me acompañaba, que a ella también le quedaba poco.
Hasta ese momento, yo había presenciado el espectáculo como mera espectadora, como aquella que asiste a una representación teatral ,y que no puede levantarse de su butaca y subir al escenario para zarandear a los actores que le suscitan desagrado. Pero, en cambio, sí se le condece la opción de tejer su espectro de simpatías por unos u otros personajes, siempre desde la comodidad de su asiento. Pero ahora, tenía la ocasión insólita de alternar con esos particulares actores, que representaban un papel indefinido entre la irrealidad absoluta, y la empatía por el dolor palpable de mi amiga.
Luché, durante el primer acto en la casa, por no demonizar a esa mulata de sonrisa impoluta. Ahora la tenía frente a mi, en una situación de tan incomprensible como el hecho mismo de mi presencia en ella.
Entonces, ella ( he olvidado su nombre) me preguntó mi opinión acerca del asunto evidente. Yo estaba sosteniendo entonces la puerta del portal para volver al escenario sin telón, y sin soltarla encendí un cigarro; sujeté un silencio en el aire. De hito en hito, la observé, y deteniéndome en sus ojos castaños, solté la pregunta sin glasear, pura y sin matices. ¿Le quieres?
No pareció sorprenderle mi pregunta. También ella sacó un cigarrillo, y tras una calada pueril y tierna, comenzó a hablar.
Venimos de mundos diferentes y por eso es difícil que consigas ponerte en mi piel. Los españoles siempre hacéis preguntas que para alguien como yo parecen estúpidas. Dudas de si quiero a su padre, sobre si estamos enamorados o no, y no hay forma de que pueda hacerte entender que para mí hablar de amor es como hacerlo sobre el espíritu de los muertos.
Aquí os ocupáis de cosas poco importantes porque tenéis de todo y no sabéis el infierno en que puede convertirse la vida. Hablas de amor y de felicidad porque nunca te has visto obligada a sobrevivir a cualquier precio. Si lo hubieses hecho sabrías que todo eso que tanto aprecias es accesorio y que tiene poco que ver con lo realmente primordial.
La desesperación hace que reconsideres tus prioridades. Por ejemplo, yo no puedo ni podré nunca sentirme avergonzada por haber sido puta. Era necesario, así de simple. Aterricé en Madrid a los 24 años, con una familia que esperaba ayuda y dinero para salir de Nigeria y con sólo el número de teléfono de un compatriota. Había un sitio para mí en un bar a las afueras. Aquello, aunque no lo creas, supuso la salvación para mí porque dejé de estar sola e hice amigas entre mis compañeras.
Ahora te lo cuento y a ti te horroriza pensar que me vendía por dinero. En realidad sólo era un trabajo, un medio para un fin. Lo único que nos diferencia es la mentalidad. Las mujeres de aquí tenéis... proud, you know... orgullo, tú tienes orgullo. Yo sé que con eso no habría comprado la salida del país de mis hermanos, ni tampoco pagaría mis deudas. La dignidad es un lujo que te das, como las joyas o el maquillaje, pero que se abandona si es necesario.
Cuando ya llevaba dos años en esto, en el 98, conocí a Raúl. Fue un buen cliente desde la primera noche, diferente en algunas cosas pequeñas. Los hombres cuando pagan se olvidan de ti, te conviertes en un objeto para su uso y placer. Se bajan los pantalones, se tiran en la cama y miran al techo esperando que hagas tu parte. Cuando acaban dejan el dinero, se visten y se van. Pocos dicen algo o se dirigen a ti, te ignoran como si fueses un animal.
Ni siquiera se da el nombre real. Inventas uno y te acostumbras a usarlo siempre. Llega un momento en que eres dos personas distintas: una, la puta complaciente con un nombre exótico como Lulú; la otra, una mujer normal que sólo trata de salir adelante.
Él me hablaba, contaba chistes y cantaba al oído cosas que yo no entendía bien. No me trató como si fuese basura o como si por pagar yo dejase de ser persona. Esa fue la diferencia entre él y los otros. Y cuando me quedé embarazada, ¿sabes? no me preguntó si podría no ser el padre. Nunca dudó.
Me sacó de allí una madrugada y acabamos en Valencia, en la playa de Cullera. Hacía casi cuatro años que yo no veía el mar y nos quedamos en la arena hasta que amaneció. Después me instaló en su casa y ahora me presenta a toda su familia.
Tú preguntas si le amo y yo no estoy segura. Únicamente sé que, ahora, gracias a él me puedo permitir sentir algo, lo que sea. Ha puesto ese privilegio a mi alcance.
Yo había cerrado la puerta del portal, creo, en la primera frase.