Escalofríos y soledades

martes, 19 de febrero de 2008


Estaba hospitalizado, enfermo de edad, de vejez y de exceso de azúcar en su sangre. Estar soltero le había arrastrado a vivir con su hermana menor, una de esas mujeres que no abandonó del todo el pueblo; que a pesar de emigrar a tierras europeas nunca llegó a abrir los ojos y descubrir lo que había más allá de su finca y sus vacas pintas.

Digamos que tenía un nombre de flor, como Narciso, y que llevaba sin salir de casa el tiempo suficiente para que muchos vecinos dudasen de si seguía vivo o quizá no podían recordar su entierro por ser algo anodino que había ocurrido un día de invierno lejano.

Cuando no se tienen hijos, cuando se ha estado encamado por un largo período, los funerales siempre resultan ser un mero trámite, sin estridencia o drama. No hay nadie que le llore con excesivo ahínco o pesar, pues se ha prescindido de él hace años.

En los últimos tiempos fueron mutilándolo, seccionando su cuerpo según la gangrena avanzaba por sus pies, sus piernas y muslos. Su hermana, digamos que con un nombre de fenómeno meteorológico, como Rocío, se negó a comprar una silla de ruedas, debido al convencimiento secreto de que su muerte estaba cerca. Pasó así más de siete años, sin ir más allá del corredor desde el que otear sus antiguos prados, sus queridas tierras.

Lo ví solo una vez, y quizás por ello le recuerdo con tanta nitidez, cuando era yo muy niña, y el aún autónomo. Tenía un borrico blanco al que paseaba. Renqueante, pasaba frente a la casa donde yo estaba, antes de las tres de la tarde, en dirección a un campo cercano al río. Allí pasaban ambos la tarde, el uno pastando; el otro dormitando con un transistor encendido en que escuchar la emisora que pudiese ser sintonizada en aquel lugar apartado.

Hubo una vez en que volvió sólo, sin su asno. Comentaron a la hora de la cena que el animal, muy anciano, había comenzado a agonizar allí mismo, mientras pastaba, y que Narciso decició dejarle al no poder moverlo. Al día siguiente lo fueron a buscar para enterrarlo. Alguna alimaña, suponen que lobos o perros asilvestrados, había comenzado a devorarle el vientre durante aquella noche, puede que estando aún vivo y consciente. Dicen que Narciso lloró por él, que lo quería casi como a un ser humano, a un miembro de su familia.
De eso hace más de quince años, y aún recuerdo como me invadieron los escalofríos al imaginar lo que pasó el pobre animal aquella última noche.

Este sábado pasado, cuando Rocío fue a despertar a su hermano y preguntar si quería galletas o pan para desayunar, lo descubrió febril y delirante en su cama. Los servicios de emergencias lo trasladaron al hospital, y allí hablaron sobre funciones del riñón seriamente comprometidas, infecciones invasivas y plazos de setenta y dos horas de supervivencia.

Narciso oscilaba entre la lucidez momentánea y los delirios que le consumían y hacían que murmurase palabras incomprensibles continuamente. A la hora de la cena, serían las nueve o diez; su hermana se levantó del sillón de acompañante, recogió un par de revistas del corazón que le había dejado su hija cuando se pasó por la clínica camino de las piscinas municipales, y salió por la puerta.
Antes de coger el ascensor les dejó su número a las enfermeras, por si ocurriese algo en su ausencia. Ausencia que se prolongó algo más de un par de días, hasta recibir la llamada en que avisaban de que podía ir a recoger su cadáver al depósito.

Vuelvo a estremecerme como hace tanto tiempo, por aquel hombre con nombre de flor.