"No me queda nada aquí"

domingo, 24 de febrero de 2008

El otro día, un amigo muy querido, de esos que aplazan las siestas para dejarte sana y salva en casa; me hizo un pequeño tour por su antiguo barrio. Desde el coche, iba señalando los rincones que lo habían visto crecer, la esquinas donde se agolpaban los recuerdos; y la pequeña bodeguilla a la que bajaba a comprar el vino para su padre. Me hablaba de la farmacia, de los lugares donde se accidentaba con los juegos de niños, de la tienda de las chuches de cabecera en aquellos ochenta. Y, mientras su índice dirigía mi atención hacia esos recuerdos ahora enmarcados en carteles de “se traspasa” , por el rabillo del ojo, lo veía apagarse. El tono de su voz navegó por los distintos tonos de la nostalgia, de la añoranza, de la morriña más sincera. Su tono, y su semblante acabaron enmarcados en una tristeza tan punzante, tan aguda, que me instaló la certeza amarga de que jamás podré olvidarlo.

 

Ya no me queda nada aquí” musitó en varias ocasiones. No reconocía esas calles, no encontraba por sus resquicios a aquél niño de pelo negruzco jugueteando en el descampado. En él solo había tres niños gitanos jugando a la pelota. Y mi amigo evocaba en su mente los días en que ese descampado era un auténtico patio de recreo, atestado de niños, muchos más de tres.

 

Si pienso en mi infancia, me vienen los juegos, por encima de todo. Muchos juegos. Matar caracoles, peinar a las muñecas mientras hacíamos tiempo para escondernos en las obras, construir cabañas entre los cardos (toda una labor de ingeniería que requería de allanamiento de caminos, búsqueda de materiales entre las obras de los bloques a medias y una extrema precaución y vigilancia constante al bando enemigo), hacer de peluquera, jugar a la goma y con el aro, a las bicis sin frenos, a quemar algo, a no besarnos con el "beso, verdad, atrevimiento", a no atrevernos con el "beso, verdad, atravimiento", a decir la verdad con el "beso, verdad, atrevimiento".

 

Yo vivía en un barrio normalito. Con sus tiendas, su mercado, y una larga lista de etcéteras de lo más corriente. Pero lo recuerdo como un auténtico paraíso de juegos. Un paraíso para los niños, porque tenía, aún, infinitas zonas por construir; lo que significa, en el lenguaje de un niño:

 

- Obras donde jugar al escondite.

- Tablas para construir cabañas.

- Lugares enormes, oscuros y tétricos por la noche, llenos de cosas de los obreros, donde pasar miedo y echar a correr, en algunos casos a llorar.

- Muchos bichos, especialmente caracoles y lombrices de tierra, para jugar a las comiditas.

- Muchas madres histéricas (muchas manchas).

- Alguna que otra montaña de escombros, "montañas basura", desde las cuales reinar el mundo, tirar piedras, autoproclamarse rey o reina.

- Muchos tramos de calle sin asfaltar, o en obras,  donde caerte como dios manda, y ensuciarte como dios manda.

- Muchos niños (allá donde hay suciedad, cardos y bichos, hay niños).

- Mucho tiempo (el tiempo da más de sí en un sitio verde que en una calle cualquiera de una ciudad)

- Muchas pupas. Y mercromina a granel. 

 

Disponíamos de varios descampados, el de delante, el de detrás y el mágico, que era el de la izquierda, donde nada estaba por construir, y podías encontrate avisperos, amapolas, caracolazos, y algún que otro señor mayor con el pito en la mano, de cara a la pared, mirándonos.

De vez en cuando y cuando nos sentíamos valientes, nos íbamos al descampado de la izquierda. Había que llevar ropa buena, de la mala, para evitar desastres familiares. Las misiones variaban, coger caracoles los más pequeños, evitar las picaduras de las avispas, recolectar quesitos (unas cosas verdes pequeñitas) y comerlos por el camino, y por último, llegar hasta un portal de una casa abandonada donde estábamos seguros de que alguien vivía.

Había tres árboles de morera justo al lado de la casa. Somieres, hachas. Sillas rotas. No sé, para mí todo eran cosas importantes. Éramos muchos niños ennegrecidos por el sol, y la mierda. Llégabamos, explorábamos, sentíamos el miedo y nos íbamos corriendo, porque siempre alguno se ponía a gritar, y nos daba un susto que acababa rebotando en él. Sí, a correr, todos de vuelta, cansados, llenos de mierda, al descampando de delante, el que controlaban las madres.

 

Allí jugábamos al beisbol. Las niñas no podíamos ser muy cursis en un lugar como aquél, no nos ponían vestiditos porque íbamos a tirarnos por el suelo, a lanzarnos pelotas, a jugar con las bicis. Quizás había algo de asexualidad en todo aquello. Lo ilustran algunas fotos de entonces, éramos la indefinición sexual en todo su esplendor, "pansexuales". Al fin y al cabo, niños de seis y siete años, todos estábamos en el mismo grupo, en el de los juegos, y nunca se nos pasó por la cabeza que las niñas debieran jugar a una cosa y los niños a otra. Éramos un súper equipo de niños que no pronunciaban ni una sóla palabra bien y que tenían tardes de muchas horas para jugar.

 

Hoy en día, cuando veo a las niñas jugando horas y horas con una muñeca anoréxica de treinta euros y de diez centímetros de larga (de los cuales siete pertenecen a las piernas), sin correr, sin ensuciarse, sin tirarse de los pelos con alguien, pienso que todo eso lo hará de mayor, y lo que es peor, la llamarán desquiciada, desequilibrada. Sí, exagero, pero de alguna manera no, no creo que las ciudades de hoy estén echas a la medida de los niños, sino a la de los mayores, y ni eso. Creo que las ciudades son el reflejo de los miedos de los adultos y que estoy inspirándome inproductivamente. Que nadie, en su sano juicio, concebiría el modelo de ciudad en el que practicamente todos vivimos, de no ser porque lo ha ido asimilando poco a poco, sin darnos apenas cuenta.

 

Sí, un día te levantas y no hay un descampado con amapolas, y otro día te levantas y te das cuenta de que nunca corres por la calle, y siempre caminas por la misma a diario, de que no hay lugares mágicos (todo eso lo dejamos para el sexo) de que las manchas en la ropa te dan vergüenza y de que las zapatillas te las pones únicamente a la entrada del gimnasio.

 

Decía Quino, en una metáfora que no es suya, pero que yo le adjudico, que la vida debería ser al revés. Se imaginaba un mundo donde la gente naciera con ochenta años, que ya está bien, un mundo donde fuéramos olvidando y nos fuéramos haciendo pequeños. Ahí la muerte sería algo dulce, justo después del primer llanto. Nos haríamos jóvenes, iríamos perdiendo arrugas, soledad, dejaríamos de trabajar para meternos en una clase de algún instituto, y luego al colegio, donde bailaríamos en los recreos. Un mundo donde poquito a poco fuéramos sonriendo más, hasta estallar, hasta decirle a alguien que es idiota y que no le juntas, y a otra que es más fea que tú, ea, y en lugar de soñar con vacaciones de veinte días, con que bajen las hipotecas, soñaríamos con una bicicleta y un helado que chorrea.

 

Ya me he acabado el café y ya está mi ración de escritura por hoy, porque este último párrafo a mí me ha dejado tiesa, pensando, sí, que tengo ganas de salir a la calle y ponerme a cantar alguna canción de las que me enseñaban mis abuelas. Puede que cante a las barricadas que “la roja” se afanó en que me aprendiera de pe a pa, o podría ser las de la otra abuela, que hablaban de mocitas que iban al río y que se acompañaban de bailes con los brazos levantados. Pero no lo haré, porque soy una persona de esas equilibradas que saben de márgenes.

 

 

O quizás no. La ilusión estúpida e infantil por pequeñas fruslerías, me invade de tanto en tanto...




PD: Me apunto una victoria. He sido capaz de acabar esto, sin mentar ni mi pueblo, ni la playstasion. Yeah.