domingo, 27 de enero de 2008
Girar la esquina correcta, y estamos allí. La torre Eiffel . Como si todo fuera parte de un decorado. Como si fuéramos los actores de una película en exclusiva. Como si todo, absolutamente todo, girara en torno a nosotros. Como si nada, absolutamente nada, - más allá de este momento- pudiera existir.
Descubrir poco a poco sus verdaderas dimensiones, la sugerente belleza del emblema más reiterado. La dama de hierro. La joya de la corona. Y en este instante, es nuestra, solo nuestra.
Sin demoras, da comienzo el periplo de acciones netamente turísticas: Sortear las multitudes borreguiles, pedir fotos a cualquiera que también busque el mejor ángulo que llevarse en la memoria digital, hacer lo propio con todo el que te lo pide…contemplar una y otra vez los hierros engarzados con maestría… acciones “estándart” que personalizamos con las anécdotas más esperpénticas. Una mujer guardaespaldas sin sueldo demostrable, un chapurreo idiomático que no abarata la entrada, una niña insolente que rivaliza conmigo por el cariño de mi compañero…
Y lo sé porque lo viví, porque hay cosas que se saben sin llegar a explicitarse, aún sin comunicarlas, ni pregonarlas a gritos o murmurarlas a tu oído. Hay suspiros más elocuentes que la acumulación de palabras.
De modo, que reafirmo mi incapacidad para describir lo acontecido esa noche. Tú lo entenderás, solo tú.
Expongo mi correosa teoría de la rebelión de la tecnología, mientras luchamos con las baterías de todos los objetos "capturamomentos" que portamos. La fugacidad de la electrónica, el terror a la pérdida por inofensivos clicks…mis desvaríos provocan tu burla inocente, y murmuras un “Tranquila, no te preocupes” que tardaré 6 meses en entender.
Descender por la ostentación de los Campos Elíseos, entre humo, besos y risas, sonreír perpetuamente por el mero placer de estar allí contigo. Búsquedas que desembocan en decepciones, confesiones que se embotan ya en mi memoria...y, al final, se divisa la plaza de la Concordia, y el hurto del obelisco egipcio en el mismo centro. Aquí emprendemos el regreso, en un trayecto en el que las piernas caminan inertes, pero impertérritas las sonrisas.
El sol se cuela en mi ojo derecho.
Morfeo nos atrapó en la noche sin aviso ni plazos negociables, pero nos deja en pago por el despiste el tiempo suficiente para un parisino desayuno. Tras la cristalera, la avenida de Richar Lenoir nos muestra un domingo en París lluvioso, en tonos cetrinos, casi idílico. Pero no se perpetra el engaño: “Pan au chocolat” son napolitas de chocolate, ponga lo que ponga en la carta.
Y empiezan aquí los momentos agobiantes, de ceños fruncidos, planes que se tuercen, llamadas desesperadas, bochorno y desencanto. No quiero definirlo mejor, lo llamaré náuseas y miedo, frustración absoluta.
Pero, nos sostenemos y prometemos salir de esta. Tejemos una madeja de esperanza, que, al final, acaba en el aeropuerto Charles de Gaulle, llorando de alegría. Lo conseguimos, con ayudas inestimables entonces, y una larga lista de percances sucesivamente encadenados.
Volvimos, del mejor viaje que podía imaginar. Con todo lo manido que pueda sonar esto.
Atravesamos de la mano, al fin y al cabo, las calles de una ciudad que se nos instaló dentro. Más allá del axioma de “París es la ciudad del amor”, mucho más allá. Descubrir la ciudad que lleva dentro, la que se mezcla con los adoquines y las fachadas. La que se disuelve y emana de las aguas de su río, la que surge de pronto entre la neblina. La ciudad desconocida para las pautas que marcan las páginas de cualquier guía, que no se sustenta en el suelo agrietado de Paris, sino que salta desde dentro de los que se pierden entre sus calles. Que se diseña en un café mientras anochece en la Torre Eiffel, o mientras compartimos un perrito en la Plaza de la Concordia.
Una ciudad que, da la vuelta a la postal, para ponerla bocabajo y mostrar un París que no es de nadie más que tuyo y mío durante esos días, y aún después.